- por Tina Gardella y Valeria Totongi para el Diario del Juicio
Santiago Omar Vicente
PH Archivo H.I.J.O.S. Tucumán
Andrea y Elena Vicente, hija y hermana del militante montonero, y su esposa, Graciela Achin, reconstruyeron ante el tribunal la historia de Santiago.
Abrazada a la foto de su padre, Santiago Vicente, con una camperita que le prestaron a último momento para enfrentar el aire gélido de la sala del juzgado, con tonada santiagueña de ratos, tucumana de a otros, Andrea Vicente contó ante el Tribunal Oral Federal cómo fueron sus primeros años como hija de un desaparecido y de una presa política, su infancia en la cárcel de Villa Urquiza, donde cumplió dos años mientras su mamá, Graciela Achin, estaba presa “legalizada” y donde vivían con su hermana Viviana, que en ese entonces era bebé.
"Pasaron 40 años de mucho dolor y desesperanza, pero, -pese al horror y a los intentos de la desmemoria- la verdad sale a la luz: lo que le pasó a mi papá y a mi familia, le pasó a todo un país. No es cuestión de opiniones o de versiones: hay un país que quedó devastado, y los responsables tienen que estar en la cárcel".
A la historia familiar la fue armando de a pedacitos, en base a los relatos de su madre, Graciela, que también estuvo secuestrada y encontró a Santiago en su recorrido por distintos centros clandestinos de detención de la provincia, de sus abuelas y de otros familiares.
A la historia familiar la fue armando de a pedacitos, en base a los relatos de su madre, Graciela, que también estuvo secuestrada y encontró a Santiago en su recorrido por distintos centros clandestinos de detención de la provincia, de sus abuelas y de otros familiares.
Andrea tenía un año y medio cuando secuestraron a Santiago, en febrero de 1976, en San Miguel de Tucumán, de la pensión de Crisóstomo Alvarez al 100, donde vivía su suegra. “Mi abuela contaba que lo vio por última vez cuando fue de visita y salió a comprar milhojas para acompañar el mate. Llevaba ropa nueva, que le había regalado mi mami. Incluso, lo cargaban porque andaba ‘muy pituco’. Cuando no volvió a la noche, creyó que se había ido a su casa, en el campo, sin avisar, pero eso era raro en él”, relató.
La esperanza, esa emoción insumergible, persistió siempre. “Hasta que recibí la noticia de que habían encontrado sus restos, en el Pozo de Vargas, siempre lo esperé. Suena ilógico, pero era así, pensaba que quizá hubiera perdido la memoria y que un día volvería”, afirmó Graciela, que había brindado testimonio momentos antes, contó que vio a Santiago con una camisa que ella le había regalado para Navidad, en un lugar de detención ilegal. “Era una camisa con dibujo de pajaritos”, y sonrió ante el recuerdo.
“En ese lugar -si existe un infierno, era eso- reconocí a Musa Azar, el jefe de la Policía de Santiago del Estero. Entraba como por su casa y nosotros éramos ‘sus’ presos”, rememoró Graciela. A ella la habían sacado de la casa de sus suegros, en Santiago del Estero, también en febrero del 76, y la habían trasladado a Tucumán, después de muchas torturas, vendada y atada, en una camioneta.
Pudo identificar luego algunos de los lugares donde estuvo detenida ilegalmente: la Jefatura de Policía, la “Escuelita” de Famaillá y en la Policía Federal. En todos estos lugares vio a Santiago con vida, aunque salvajemente torturado. “Nos comunicábamos con toses y carraspeos, porque estábamos vendados y atados y no podíamos hablar”, indicó. Cuando la trasladaron a la cárcel de Villa Urquiza, él estaba muy mal. Las únicas noticias que tuvo de su destino luego fue a través del relato de tres chicas de La Florida, que lo vieron en un lugar con piso de tierra, donde tenían separados en grupos a los detenidos de Montoneros y a los del ERP.
El relato de Graciela Achin, profesora de Historia y ex militante montonera, como Santiago, va hilvanando el panorama de la situación política de los años 70 con los hechos que afectaron directamente a su familia. Militaban en la facultad -Santiago era estudiante de Agronomía, ella iba a Filosofía y Letras- pero mucho más en los barrios, como Villa Urquiza.
“Esperábamos la vuelta de Perón y participábamos en las manifestaciones contra la dictadura de Onganía. Para ese entonces -relató- los estudiantes comprometidos con la búsqueda de justicia estábamos acostumbrados a las persecuciones de la derecha que, en Santiago del Estero, eran la juventud de Juárez (el gobernador) y los paramilitares comandados por Musa Azar. Santiago fue detenido durante el Tucumanazo y quedó ‘fichado’, como se decía entonces. Con esos datos fue que lo buscaron después para secuestrarlo”.
Para 1975, las persecuciones y el "clima de guerra" se habían hecho insoportables. A la falta de libertad de expresión se sumaba la violencia cada vez más extrema: “Nos habíamos venido a vivir a Tucumán, donde podíamos ser útiles, en la zona del Ingenio Esperanza. Queríamos vivir como obreros, pero la situación era cada vez peor, los helicópteros patrullaban la zona, nos enterábamos de que estaban desapareciendo gente. Poco antes de irnos a vivir al campo habían hecho volar un auto cerca de donde vivíamos, con cuatro personas adentro. Pensábamos que uno de ellos podía ser ‘Cicuta’ Loto, uno de nuestros compañeros. La mancha de sangre cubría las paredes”. La conclusión de Graciela es necesaria: lo que se vivía no era una democracia, pese a que estas cosas pasaron antes del golpe de Estado.
“Mal empezamos”… Con esa frase, Elena Vicente arrancó una sonrisa a los integrantes del Tribunal y al público de la audiencia. Era la respuesta a la primera pregunta del fiscal acerca de cuántos años tenía actualmente.
Elena imprimió su tonada santiagueña al relato para contar de qué manera el domicilio paterno de calle Independencia al 1.100 en Santiago del Estero, fue violentado a la noche del 1 al 2 de febrero de 1976 en busca de Graciela Achín, esposa de su hermano Santiago.
Graciela estaba amamantando a su bebé de 2 meses. A la par estaba su otra niña de 1 año y medio. Al frente del operativo se encontraba Musa Azar, quien fue el encargado de que su patota arrastrara a Graciela hasta los autos que esperaban afuera.
Su hermano, como tantos santiagueños que estudiaban en Tucumán, también trabajaba. En Delfín Gallo, tenían una casita pre fabricada. Como estaban construyendo el baño y cavando el pozo ciego, Graciela se había trasladado a la casa de sus suegros y Santiago se había quedado en Tucumán.
Elena se explayó en la recreación de una vida familiar de trabajo y solidaridad que dieron cuenta de la afectación de lazos sociales tan importantes para la construcción de una sociedad.
Su padre, que distribuía diarios y revistas, era una persona que a todo el que necesitaba una cama para dormir o un plato de comida, le ofrecía su casa. “Había días en que teníamos 20 personas para comer. Cuando desapareció Santiago y la llevaron de casa a Graciela, los vecinos nos evitaban y a quienes habíamos ayudado no volvían por el terror que tenían”, graficó.
La restitución de los restos de Santiago Vicente, fue el consuelo que encontró la familia y lo que le permitió expresar a su madre: “Esperaba no morir antes de que Santiago vuelva a casa… y volvió”.
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