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Hermanas, hermanos… (para Claudia, de Catamarca)

  • por Tina Gardella para el Diario del Juicio

Atestiguan Graciela hermana de Antonio, Ana María hermana de Lucho, Irma hermana de Tina, Reinaldo y Gladys hermanos de María Isabel,  María Eugenia, Eduardo y Graciela hermanos de Carlos, Homero hermano de María Teresa, Angelines  hermana de Germán, Alicia y Juan Rafael hermanos de Anabel, Cristina y Ada hermanos de Julio César, Patricia hermana de Ramón, Felicidad hermana de Juan, Oscar hermano de Luis, Yolanda hermana de Ana, Marta hermana de Silvia y de Jorge, entre tantos, entre tantas voces de las últimas audiencias.

Los hermanos y las hermanas que testimonian son una forma particular de la memoria. Su decir remite a la esencia fraterna  de los versos de Yupanqui del “yo tengo tantos hermanos que no los puedo contar…” más que a la elementalidad cantoril del “yo quiero tener un millón de amigos”.
Pero hay lazos y vínculos, hay retazos y rompecabezas familiares. Los hermanos y las hermanas han vivido en desconocimiento su propio duelo para no aumentar el dolor de padres y madres. La mayoría, y por eso atestiguan ya que se erigen en una de las principales pruebas jurídicas, han sido testigos del secuestro detención que marcaba el inicio cruel del camino sin retorno. “Decile a esta boluda que somos del Ejército Argentino” le dicen a Gustavo cuando lo llevan horas antes de secuestrarlo también a su hermano Julio. La “boluda” era Cristina quien se había puesto en la puerta para impedirles que salgan mientras su hermana Ada, aterrorizada, se paralizaba detrás de un sillón. Cristina tenía 15 años y Ada 12.

Las formas de ser y estar en el mundo cambiaron con la ausencia fraternal. Los relatos se tiñen no solo de imágenes que recrean el como era ese hermano, esa hermana, sino del como es, siendo y el  como está, estando, ya que garantizar esa presencia contra el olvido y/o suspensión de la memoria que se quería imponer a la familia, los hermanos y hermanas han sido sus celosos guardianes. “Acompañar a mi mamá en su búsqueda era la forma de sentirlo cerca a mi hermano. Tenía 14 años, pero sabía todos los movimientos de mi madre, luchadora histórica y fundadora de Madres de Plaza de Mayo en Tucumán, dice Patricia.

Sin embargo hay cierta singularidad en esos testimonios que excede el mero dar cuenta de cómo era ese hermano, esa hermana, y qué pasó el día en que lo llevaron, la noche en que la empujaron llorando,  el momento del último recuerdo… Porque poder testimoniar los coloca en la centralidad del relato, en el reparador proceso de escucharse mientras otros escuchan, en erigirse, ahora que sus padres ya no están o el paso de los años los ha limitado, en actores claves para la reconstrucción de la memoria social y política no sólo de sus hermanos y hermanas, sino de la propia y   la de su propia comunidad.

Muchos hermanos estuvieron también secuestrados y no se sabía. “Nos llevan el jueves por la noche y nos tienen en un lugar hasta el sábado; cuando nos tiran al costado de una autopista, nos damos cuenta que no estaba Luis. A él no lo habían soltado”, dice Juan Rafael, hermano de Luis. A otros, los padres los mandaron a otras provincias, otras tuvieron que hacerse cargo de la casa para que la madre y el padre salieran a buscar a ese hermano o hermana…

De la negación del propio duelo a exigir saber donde se encuentran sus cuerpos, los hermanos y las hermanas han transitado y tramitado experiencias distintas. Únicas en su particularidad.
La Megacausa puso en relieve estos relatos; esos relatos fraternales que no tienen la mirada moralizante de las  experiencias de militancia, más allá de la teoría de los dos demonios.

Sus relatos dan cuenta que más allá de la generosidad y compromiso, sus hermanos y hermanas tomaban decisiones; decisiones con sentido.

Sus relatos instalan  y abren el juego para la posibilidad de considerar, sin lugar a dudas, errores políticos; pero que jamás pueden verse, gracias a estos testimonios, como ventajas personales, fanatismos absurdos, heroicidades vacías.

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