Por Fabiana Cruz y Hugo Hernán Díaz para El Diario del Juicio
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Ph Elena Nicolay |
En una escuelita que todavía no había sido inaugurada, un
muchachito de apenas unos 14 años aguardaba que un grupo de militares le
recibieran la comida que su madre les había preparado. Mientras tanto,
escuchaba gritos desgarradores que provenían del jardín de infantes. El
jovencito sabía que allí tenían lugar torturas y hostigamientos; sabía también,
que cuatro aulas del lugar eran destinadas a ser "salas de detención". Los había visto.
Había contemplado a las personas que padecían en esas aulas, estaban todos
igualmente sucios y deteriorados, atados de manos y pies. Cuando la espera
terminaba y los militares finalmente se le acercaban, era incapaz de mirarlos a
los ojos.
“Un tal Raúl era el más malo”. Incluso algunos miembros
del ejército bromeaban con que el tamaño de las manos de este hombre no se
correspondía con el daño que producían. Después de que le recibían la comida,
el muchacho volvía a su casa con su madre y sus cuatro hermanos.
Desde que en 1975 fue ordenado el “Operativo
Independencia” por María Estela Martínez de Perón, los hombres de verde se
establecieron en diferentes instituciones de la provincia de Tucumán, entre
ellas, la Escuela Diego de Rojas, conocida como “La Escuelita de Famaillá”. La
historia de una familia que era obligada a “servir a la Patria” a través de la
provisión de alimentos a los militares, sin retribución alguna, evidencia uno
más de los mecanismos de terror implantados en la época.
Los hermanos habían prometido a su madre que nunca
hablarían del tema con nadie ya que la mujer temía por la seguridad de sus
hijos, pues estos habían sido testigos del horror en Famaillá, de los
asesinatos, las torturas, los secuestros y la impunidad. A pesar de los 41 años transcurridos, los hermanos no han hablado del tema ni entre ellos mismos.
No obstante, quebrando este juramento, han narrado sus historias por separado
en el marco del juicio por crímenes de lesa humanidad.
Por el 75, la familia sólo tenía que atravesar una calle
para llegar a la Escuelita de Famaillá, pues vivían al frente. Aquél espacio
fue ocupado primero por la Policía Federal y luego por el Ejército Argentino.
Estos grupos, apenas se hallaron establecidos en la escuelita, obligaron a la
mujer viuda y madre de 5 hijos, que sobrevivía gracias a una despensa, a
prepararles la comida todos los días a los grupos militares que comandaban
allí. Los de mayor rango comían en el hogar de la familia, mientras que los de
jerarquías más bajas lo hacían en la escuelita. Uno de los hijos, era obligado
a ingresar al establecimiento y entregarles el almuerzo y la cena a los hombres
que allí se desempeñaban. Las reglas eran claras: llevar los alimentos, esperar
y no mirar. Tenía 14 años y era el único autorizado para entrar en aquél Centro
Clandestino de Detención, ni siquiera sus hermanos podían acompañarlo. Como si
eso fuera poco, en varias ocasiones, el joven fue obligado a presenciar las
torturas allí ejecutadas. A pesar de que hoy persiste el dolor, y que la
resistencia del cuerpo para recordar aquellos hechos traumáticos todavía es fuerte.
El mismo sujeto que actualmente es un hombre mayor, relató en su domicilio que hace
unas semanas mediante un sueño recordó una de las torturas más horrendas que
fue obligado a presenciar. En un día de mucho frío, le dijeron que observara
bien, mientras sumergían a una persona en un tacho lleno de agua e hielo, y
cuando la persona salía a la superficie casi ahogada, con el impulso
desesperado de tomar una bocanada de aire, lo picaneaban. A su corta edad, vio
también cómo golpeaban salvajemente una mujer a la que le decían “la
guerrillera”. Además eran constantes los chirlos, gritos y trompadas en la
escuelita.
Pero el recuerdo más aterrador, fue en una noche de su
rutina cuando entregaba la cena. Se escuchó el sonido de un helicóptero y todos
los militares salieron rápidamente, obligándolo al joven a permanecer quieto. Allí
fue testigo de cómo estos hombres trasportaban carretillas con grandes bolsas
blancas, y cómo las mismas eran subidas de inmediato al helicóptero. Esos
costales contenían cuerpos, estaba seguro, había grandes bultos inmóviles allí
dentro.
Por otra parte, en el pueblo se encontraba en boca de
todos, el relato del “helicóptero fantasma”. El mismo se había convertido en
una especie de leyenda. Toda la comunidad escuchaba sonidos de helicópteros
pero nunca nadie podía divisarlos. Generalmente se atribuía estos ruidos a los
miembros del ERP (ejército revolucionario del pueblo), estaba la idea de que
sobrevolaban la zona, sin embargo nadie veía realmente nada. En una ocasión en
que los militares estaban en la casa de la familia, comenzaron a escucharse los
ruidos una vez más, y éstos obligaron a todos a permanecer debajo de las camas
o mesas, mientras ellos salían corriendo en zigzag y disparando al aire. Con la
inocencia y la curiosidad propias de unos niños, estos desobedecieron la orden
y subieron rápidamente a la terraza. Sin embargo no había nada, ningún
helicóptero, sólo ruidos.
Por último, antes de concluir su testimonio los testigos
pidieron al Juez Casas que esta sea la última ocasión en que se les exija
prestar declaración debido a que es mucha la exposición a la que se debió
someter la familia, además de las claras heridas que les causa recordar estos
años de esclavitud y terror.
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