Existen
historias que exceden los espacios donde se hacen eco. Historias que modifican
al oyente, lo trasladan a otro lugar, lo sacuden y lo devuelven más sensible y
más consciente. Historias que, ante la oscura inminencia de ser sepultadas en
el olvido, una vez recuperadas ganan fuerza y le dan sentido a esto que
llamamos “construcción colectiva de la memoria”. Esas historias y los sujetos
que las encarnan tienen la capacidad de sobrecoger a una sala completa y
aturdir al cruel sepulturero que en otra época ostentó el poder de
silenciarlas. La historia que recuperamos hoy es la de una mujer de 57 años,
quien denunció por primera vez en un juicio de lesa humanidad los tormentos
sufridos hacia el año ’75. La víctima -cuya identidad se preserva por pedido de
su equipo de acompañamiento psicológico- dio testimonio el jueves pasado en el
TOF y contó su historia, casi 42 años después.
Para
ella, el circuito del terror inició en noviembre de 1975. Relató que se
encontraba durmiendo con su marido en casa de sus suegros, cuando por la noche
llegó un grupo de hombres que violentó a la familia. “Patearon puertas y atropellaron todo”, relató la víctima, y
denunció que fue sacada violentamente de la habitación. También recordó que su
marido les suplicó que tengan cuidado con ella, pues se encontraba embarazada
de cinco meses. El resultado a esa súplica fue una violenta golpiza hacia el hombre
por parte de los sujetos “vestidos de
verde”, según mencionó la testigo.
El
recorrido realizado por la víctima se distribuyó en distintos rincones de la
provincia. En primera instancia, la llevaron a la base militar que estaba
instalada en el ingenio Santa Lucía. Allí, con los ojos vendados, escuchó voces
y gemidos de otros detenidos. Una de esas voces atacó a los secuestradores: “¿Por qué la traen, pobrecita, está embarazada”.
Este acto, que pudo haber sido visto como un gesto heroico o como un simple
destello de sentido común, fue interpretado como una afrenta que le valió una violenta
represalia a quien lo realizó. En aquella base militar estuvo sólo un día,
luego fue trasladada.
En
el segundo lugar -al que se refirió como “el
lugar de la muerte”- fue donde se inició el calvario. Debido a las
condiciones insalubres en las que se encontraba, se le endurecía mucho la panza
y tenía contracciones casi todo el tiempo. “Me
sacaban de noche y me ponían la picana en el vientre. Me la bajaban para la
vagina, yo gritaba. La misma corriente parece que me desmayaba y después me
sacaban de ahí”, contó. En una oportunidad, cuando la llevaron al baño, uno
de los oficiales la obligó a mirarlo a la cara. En aquellas circunstancias, un
hecho tan cotidiano como mirar a otra persona podía significar el fin. La
muerte ya estaba instalada en todo el perímetro, ella misma escuchó de cerca la
ejecución de un vecino de Santa Lucía, “Gatica”, a quien identificó por la voz.
Para ella, reconocer a uno de sus captores era la sentencia de muerte. Todo
esto se le cruzó por la cabeza en aquel cuarto de baño mientras miraba en
silencio al hombre de uniforme azul, narigón y de pelo lacio que le devolvía la
mirada. “Yo temblaba de miedo, lloraba y
esperaba la muerte”, dijo. En ese lugar estuvo un tiempo considerable: en
diciembre del 75 escuchó a sus captores festejar la Navidad y Año Nuevo.
Una
noche, la trasladaron a otro sitio. “Agradecé
que te sacamos de acá, porque los que quedan aquí van a morir todos”, le
habían dicho. Según testimonios que escuchó, este tercer lugar era la Jefatura
de Policía. Allí empezaron las contracciones y los dolores de parto, fue
entonces cuando la trasladaron al penal de Villa Urquiza, alrededor de febrero
del ‘76. La víctima relató que en ninguno de los lugares donde estuvo
secuestrada fue atendida por un médico para revisarla o chequear la evolución
de su embarazo. En junio de ese año, un frío día de otoño, su hijo nació en el
penal de Villa Urquiza. “Me permitieron
tenerlo dos meses, después ya me lo sacaron porque me iban a enviar a Villa
Devoto”.
Estuvo
detenida en el penal de Villa Devoto -Ciudad Autónoma de Buenos Aires- por casi
dos años hasta que le dieron la libertad en el año 1978. En ese lugar, el
último del circuito, no le permitieron tener visitas. “Esto destruyó a mi familia”, sentenció, y agregó que su marido se
mudó con su bebé a Buenos Aires y formó otra familia.
Unos
dos años antes de éste histórico día, ella se reencontró con su hijo, quien hoy
ya tiene 41 años.
La historia de la
víctima, como tantas otras historias que se escucharon en el TOF, nos obliga a
repensar el terrorismo de Estado que se desató con el Operativo Independencia
en el año ‘75. Nos obliga a preguntarnos cuántas son las historias que quedan por
escuchar y cuántas son las voces que aún no se pronunciaron contra las
injusticias. Cuál fue el verdadero impacto del terror en la Argentina y de qué
forma el Estado construyó -conscientemente y bajo un plan sistemático- centros
clandestinos de detención, tortura y exterminio; además de otros mecanismos
para sembrar el terror a lo largo del país. Cuántas son las familias, como las
de la víctima, que resultaron destruidas irrevocablemente. Cuántos son los
niños y niñas que nacieron en cautiverio. Son muchas las preguntas que,
cuarenta años después, aún no encuentran respuestas.
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