Por Hugo Hernán Díaz para El Diario del Jucio
Volví a casa y salude a mi
hermana, era su cumpleaños de quince. Compartimos su torta preferida, la de
chocolate. El tiempo pasó rápidamente y se hicieron las once, ella debía
estudiar y yo preparar unas notas, por lo que cada uno se instaló en su cuarto.
Comencé revisando los textos
del año pasado y los de este, todos ellos con historias importantes, algunas mejor
representadas que otras. Me encontré con el testimonio de Juan Domingo
Fernández, me basto leer el titular para reconectarme con su dolor: “¿…en el mar…en el cielo…donde está mi
viejo?”. Hice un paralelismo rápidamente y me imagine como habrían sido los
quince años de la hermana mayor de Juan sin su padre. Un padre que no murió,
que no los abandonó, un padre que al día de la fecha sigue desaparecido.
Un viento ligero pasó por mi
lado, egoístamente pensé, que afortunada mi hermana, pero…¿acaso son buenos
tiempos los actuales?. Pasaron dos segundos por uno, no podía alejarme ya de la
conexión con Juan Domingo y todos los Fernández. Que injusticia pensé para adentro,
milicos “hijos de p…” susurré para afuera.
Continúe leyendo los escritos,
me encontré con el de Rubén Vladimiro Milstein, un testimonio que no olvidaré
en mucho tiempo. Rubén se pidió perdón a si mismo por no haber militado en el
ERP, lloró por haber dejado solo a su hermano por ser gay e invitó al abogado
defensor de represores, Leiva, a pasar del otro lado luego de que el doctor en
leyes, en reiteradas oportunidades, le respondiera que coincidía con lo que el testigo
manifestaba.
Debo admitir que quebré
emocionalmente, y no hablo de llantos, pero tuve que dejar de leer. Fui por un
vaso de agua; en casa para llegar a la cocina debo pasar por la pieza de papá y
mamá, los mire profundamente, estaban bien. Él dormía, ella terminaba una
mandarina mientras veía televisión. Ya no pensé qué afortunado, sino en que eso era lo justo. Es
justo que mis viejos estén en el lugar que quieren y con quien quieren. Es
justo que tengan una casa y una cama para dormir en las noches. Es justo que
sean libres.
Antes de volver a la
habitación recordé a todas las personas que testificaron y perdieron a sus
padres, algunos incluso estaban en el vientre y ni llegaron a conocerlos, otros
los siguen buscando, como Gervasio Antonio Núñez, el primer testigo que me tocó
cubrir, y quien finalizó su testimonio diciendo: “no se si creo en la justicia, pero creo en la dignidad de los miles de
compañeros que soñaron un mundo distinto y más justo”.
El agua pareció espesa pero
pasó, retome la lectura. Me quedaban unas pocas notas y ya estaba un poco
cansado. Una domiciliaria de marzo de este año fue la última que leí por esa
noche. Recuerdo la casa de ese hombre perfectamente, un hombre que para el año
75 tenía apenas catorce años y vivía enfrente del popular centro clandestino de
detención “La Escuelita de Famaillá”. Él había sido tomado como esclavo, era el
único autorizado a entrar ahí y llevar las viandas, y claro, su familia
obligada a “servir a la patria” cocinando para todo el ejército en forma
gratuita.
Ya eran casi las dos de la
mañana y pensé en lo poco que falta para la sentencia. En mi mente fui juez por
unos instantes y no perdoné a ninguno de los imputados. Las pruebas son
suficientes. No me reconcilié porque pensé en todos nuestros locos soñadores a
los que les robaron la vida, en todos nuestros bebés a los que les quitaron la
identidad, pensé en todas nuestras compañeras a las que violaron, en las
picanas y los simulacros fusilamientos, en las quemaduras y las torturas, pensé
en la boda que irrumpida en San Pablo y en la iglesia cómplice. Pensé en el
pozo de Vargas, en Julio López, pensé en Nati, en el amor y la justicia, en la
lucha y en los abrazos. Pensé en una sentencia justa, real y concreta. Pensé en
que ese día se acerca y que la calle nos tiene que encontrar, una vez más,
marchando y agitando banderas gigantes. Pensé en un estremecedor grito
unificado de cientos de personas y casi que pude escucharlo…
PRESENTES, AHORA Y SIEMPRE!
Comentarios