- por Elena Nicolay, Ana Melnik y Valeria Totongi para el Diario del Juicio
Calles de Famaillá durante la ocupación militar de 1975
PH Archivo Operativo Independencia - Gentileza Archivo Nacional de la Memoria
El relato de los
familiares de personas secuestradas y torturadas durante los primeros meses del
Operativo Independencia empezaron a dar dimensión real del horror vivido entre
los sectores obreros de la provincia, durante la audiencia del jueves 9 de junio,
en Tucumán. En el sur de la provincia y en la localidad de San José, los
represores se ensañaron con jóvenes trabajadores y sus allegados. Empresarios,
religiosos y periodistas no fueron ajenos a ese plan, de acuerdo con un
minucioso trabajo que realizó el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS)
sobre la responsabilidad empresarial en los crímenes de la dictadura.
La investigación fue
el centro del testimonio que brindó el periodista Horacio Verbitsky, ante el
Tribunal Oral Federal que juzga a 19 imputados por delitos de lesa humanidad,
durante el Operativo Independencia.
El “Informe de
Responsabilidad Empresarial” se realizó entre el CELS, la Facultad de Ciencias
Sociales y una veintena de investigadores de distintas instituciones, que
analizaron toda la información disponible en organizaciones estatales y no
estatales, sobre 200 empresas de todo el país. Entre ellas, seleccionaron dos
de Tucumán: los ingenios Concepción y Fronterita.
“Las víctimas de
la dictadura, entre los dos ingenios, llegaron a 50, aunque los secuestros
ocurrieron en momentos distintos –explicó Verbitsky-. En el caso del Ingenio
Fronterita, la peor persecución se produjo durante la comandancia de Acdel Vilas.
Las víctimas del Ingenio Concepción fueron llevadas cuando estaban a cargo (Antonio)
Bussi y (Domingo) Montiel Forzano”,
aunque ya había prácticas represivas antes de golpe y -en algunos casos- las
víctimas fueron las mismas.
Lo que tienen en común
los dos casos es la presión de la empresa sobre los obreros azucareros, con
informes de inteligencia y participación directa en secuestros y asesinatos,
con el aporte de vehículos, lugar para montar el centro clandestino de
detención –en el caso del Fronterita, el CCD estaba dentro mismo del ingenio- y coordinación con las fuerzas de seguridad.
Ambos ingenios aportaron dinero (medio millón de dólares) al fondo de
actividades clandestinas de los represores.
Estas prácticas
brutales tuvieron un objetivo económico, además de político. Una muestra de
ello, dijo el presidente del CELS, es que durante este período los dos ingenios
redujeron a la mitad la planta de trabajadores y aumentaron considerablemente
la producción y las ganancias. En el caso del Fronterita, los dueños incluso sumaron
un ingenio a su patrimonio: el Bella Vista.
Verbitsky arrojó
también una mirada demoledora sobre el papel de la prensa y de la Iglesia en la
orquestación de la represión. “La prensa fue
reproductora, de manera acrítica, de la información generada por las fuerzas
represivas, lo que la convirtió en parte de un dispositivo de acción
psicológica encargado por el comando de la V Brigada”, detalló.
En cuanto a la
responsabilidad eclesial, Verbitsky recordó que Vilas, en su Diario de Campaña,
se refiere todo el tiempo a una concepción de “cruzada católica” y de “guerra
justa”, según la teoría de Tomás de Aquino y los postulados de Cité Catholique, grupo católico integrista francés que diseñó la
justificación ideológica de la represión en Argelia. En
su diario, Vilas habla del rol de los capellanes, comenta que pidió que los
obispos apartaran del área de operaciones a sacerdotes tercermundistas. Se
apoyó en Fasta y en el director de la Universidad Católica Santo Tomás de
Aquino, Aníbal Fosbery. Confiesa que se aleja del orden legal y critica
a los jueces y a las autoridades políticas, elegidas democráticamente, afirmó
el presidente del CELS.
La teoría de que
hubo “dos demonios”, para justificar un supuesto estado de guerra en el que
había bandos diferenciados que cometieron “excesos” es posterior al Operativo
Independencia: “surgió a finales de la dictadura, la inventa el Episcopado cuando
ya no se podían ocultar los crímenes que se habían cometido. En un principio,
sólo hablaban de un demonio, la subversión”.
En el cierre del
testimonio del periodista, el defensor Adolfo Bertini ensayó una chicana que
quedó en el aire: “¿Usted fue parte de alguna organización política?”, como si
la militancia borrara las atrocidades cometidas por los “defensores del orden
occidental y cristiano”.
Por la tarde, la
audiencia se reanudó con el testimonio de Virginia Sosa, presidenta de la
asociación Familiares de Desaparecidos de Tucumán (Fadetuc). Su esposo, José
Zenón Ruiz es una de los secuestrados durante el Operativo Independencia.
Virginia vivía con
su esposo, sus suegros y sus hijos en la calle Italia al 3.000. Ya había
presenciado el secuestro de sus hermanas y de su prima, Teresa Sosa y Nilda
Isabel Sosa y Ana del Valle Díaz, de la casa de su padre. Las tres estaban desaparecidas desde mayo. Todos eran
de San José, donde –desde el cierre del ingenio, la pobreza y la necesidad eran
el pan de cada día.
El 27 de julio de
1975, un grupo de 15 personas se metió en su casa, algunos por los fondos,
otros patearon la puerta de entrada. “Me desperté por los tiros, cuando fui al
fondo, vi una camioneta de Agua y Energía de la que bajaban hombres con ropa
azul y armas largas. Uno de ellos era Albornoz (el imputado Roberto Heriberto
Albornoz). Entraron preguntando por José Zenón Ruiz. Lo sacaron con ropa de
cama. Yo forcejeaba para que no lo lleven y me dieron una paliza, aunque estaba
con mi hijo en los brazos”, relató Virginia.
“Me pegaron mucho. Yo les decía que embarazada,
pero ellos seguían. Gritaban: ‘hijo de subversivo no vas a tener’”.
Los secuestradores
se llevaron a José Zenón, pero volvieron poco después, para llevarse un
televisor, un ventilador, dos anillos… “Encima, me robaron”, le contó al
tribunal.
Virginia recorrió,
siempre con hijos a cuestas y a veces
con los de su hermana, que habían quedado a su cargo, todos los caminos que
pudieran acercarla a José Zenón. “Se llevaron a muchos de San José, y entre
todos los que estábamos buscando a nuestros parientes, nos pasábamos
información”, explicó.
Fue a la Jefatura
de Policía, a la Escuelita de Famaillá, a un lugar en San Pablo, del que no
recuerda más que era una casa grande, rodeada de bolsas apiladas, como en
trincheras.
Durante su
búsqueda, el horror se le hizo patente. Un liberado le dijo que había visto a
José en la Escuelita de Famaillá. Allí fue, descalza, con un niño en brazos y
otros de la mano.
“Pude pasar porque
había una fiesta patria y mentí que iba al acto. Cuando me acerqué, desde atrás
del alambrado pude ver que los soldados llevaban cuerpos envueltos en colchas,
los arrastraban y los tiraban dentro de los camiones. Así sacaban gente muerta
–dijo, entre lágrimas-. Tuve miedo por los chicos y me fui”. En San Pablo, otra
vez la escena de los cuerpos, los camiones y el miedo. En la Jefatura de
Policía logró entrar hasta una habitación donde vio a personas detenidas,
tomadas por el llanto, cubiertas de sangre.
Un comisario, Luis
Sosa, que le propuso un intercambio: que entregue información sobre el
dirigente azucarero Leandro Fote, a quien ella conocía, para que liberen a
Nilda Isabel. El juez Manlio Martínez se negó a recibirle el pedido de hábeas
corpus. Con el tiempo, empezó a reunirse con otros familiares de desaparecidos.
Primero en una iglesia, de donde los sacaron con perros. En otra, conoció a
algunos de los que todavía buscan a los suyos.
“A mis hermanas les dieron la libertad.
Teresa fue a Devoto, a Ana y a Nilda las dejaron en la calle. Pero de José
no supe más nada. Hace 40 años que lo busco”.
Virginia Sosa
termina su testimonio con voz firme. Esperó 41 años para hablar frente a un
tribunal. Pide permiso para leer los nombres de los desaparecidos de San José.
A cada nombre, la sala contesta “presente”.
La contracara del
valiente testimonio de esta mujer de familia obrera, que trabajó amasando pan
para sostener a su familia, es la figura de el “Tuerto” Albornoz, que pidió
pasar a refutar lo que dijo la testigo. El enfermo que consiguió prisión
domiciliaria porque sufre de una serie de dolencias supuestamente graves (nada
de eso se vio en la audiencia) salió de su rincón con actitud desafiante y,
tras patearle la pierna a uno de los familiares de desaparecidos, se sentó frente
al tribunal, envuelto en insultos que llovían desde la sala. Desde el sector de
los allegados a los imputados lo aplauden. Entre los presentes hay quien se
pregunta qué clase de gente es capaz de vivar al “Tuerto” Albornoz.
Él niega
conocerla. También al marido. Afirma que “está adoctrinada”. “No hay un
desaparecido con ese apellido”, grazna. No habla de un detenido. Dice “un
desaparecido”. Reconoce la desaparición. Albornoz vuelve a mentir, delante de
gente que lo reconoce, porque él secuestraba a cara descubierta, abrigado por
la impunidad de la patota.
Con los ojos vendados
Pasada la
conmoción por las provocaciones de Albornoz, pasó a declarar Ana María López.
Su hermano Ricardo Ernesto López, tenía 23 años cuando lo secuestraron. “Era un
joven trabajador que quería un país mejor, con derechos…”, rememoró.
A Ricardo lo
secuestraron durante la madrugada del 27 de febrero de 1975, de su casa de
Corrientes 3.491. De esa noche, Ana tiene un recuerdo claro: personas uniformadas
entraron a la casa en la que vivía junto a sus padres y sus seis hermanos. Iban
de azul y verde, algunos tenían pañuelos blancos, otros gorras, todos estaban armados.
Ingresaron a la casa por la ventana, y una vez allí, la obligaron, junto a su
madre, a colocarse boca abajo con las
manos en la nuca. “Nos amenazaron para que nos calláramos. Si no,
dijeron, nos iban a violar a todas”, contó al tribunal. Aunque no llegó a ver quiénes eran los secuestradores, su padre si
pudo reconocer entre ellos al “Tuerto” Albornoz.
Después de
revolver los armarios y robarse pertenencias de la familia –“hasta las sábanas
se llevaron”- la patota sacó a la fuerza a Ricardo Ernesto López de su casa,
con los ojos vendados. Esa misma madrugada, fue secuestrado su amigo Rolando
Romero.
La búsqueda
posterior arrojó pocos resultados. Una pista otorgada por el abogado Ángel
Pisarello ubica a Ricardo en la Jefatura de Policía, pero no pudieron
corroborar que estaba allí. Ricardo López figura en la lista que presentó Juan
Carlos Clemente, con las letras DF (Destino Final) junto a su nombre, que
indican que fue asesinado. “Una prima escuchó cuando lo torturaban”, relató
Ana.
Nuevamente el
intento de instalar la teoría de la guerra se esbozó en la actitud de la
defensa de los represores, cuando el abogado Mario Leiva Haro le preguntó en
qué organización militaba Ricardo. En su libro, al parecer, la militancia
justifica el secuestro y la desaparición.
Una familia perseguida
Los hermanos Miguel
Ángel, Enrique Darío y Francisco Raúl Megía eran trabajadores de la citrícola
San Miguel por el año 75, cuando la bestial represión del Operativo
Independencia los tomó por asalto. Por entonces, los dueños de la empresa eran Antonio
y Miguel Matas.
José Domingo Megía,
hermano de las tres víctimas declaró en primer lugar. Precisó que Miguel Ángel
fue detenido en su lugar de trabajo y que a la fecha se encuentra desaparecido;
Enrique Darío y Francisco Raúl, en cambio, fueron secuestrados en sus
domicilios y liberados luego de un tiempo de haber estado ilegalmente detenidos
-el segundo de ellos ya falleció-. Relató que los tres, al ser secuestrados,
estuvieron detenidos, en primera instancia, en "El Canchón". Se trata
del sitio donde se emplazaba la administración de la citrícola, en Monte
Grande, en la cual había sido instalado un destacamento militar.
Luego, fueron
trasladados a Famaillá, al centro clandestino "La Escuelita". José
Domingo estuvo detenido durante ese año, en marzo, al igual que sus hermanos,
pero por menos tiempo, un mes.
Relató que sus
hermanos liberados fueron sometidos a torturas y malos tratos, que al momento
de la liberación tenían heridas de picana en todo el cuerpo. Ante el
interrogatorio de la fiscalía, mencionó que ninguno de sus hermanos tenía una
participación o militancia política activa. Al momento de la detención tenían
entre 20 y 25 años.
Herminia Rosario
Moyano de Megía y Noemí del Valle Megía, esposa e hija de Enrique Darío Megía,
declararon a continuación. Ambas confirmaron la información brindada por José
Domingo: Enrique fue secuestrado en marzo del 75 en su hogar, ante la presencia
de su familia.
Su hija, que
entonces tenía cuatro años, recuerda claramente el momento en que le vendaron
los ojos, antes de llevárselo.
Enrique Darío vive,
pero en un estado de salud deteriorado. Sufrió recientemente un ACV y aún
padece las secuelas psicológicas resultantes de su experiencia de secuestro y
cautiverio. A lo largo de los años fue relatando a sus allegados sobre su
estadía en los centros clandestinos, las
torturas a las que fue sometido, siempre con mucha dificultad.
Su familia cuenta
que recordar el pasado genera en él un gran malestar. Para evitarlo, intentan
que recuerde o reviva lo menos posible esa experiencia.
Graciela Victoria
Megía, hija de Francisco Raúl, relató también el momento del secuestro de su
padre, en el domicilio familiar; por entonces tenía ocho años. Confirmó que su
padre estuvo detenido primero en " El Canchón", y luego en "La
Escuelita" de Famaillá.
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