Por Valeria Totongi
Omar Torres declaró por
primera vez sobre las torturas, secuestros y ejecuciones en Tucumán hace ya 36
años. Lo hizo ante la Conadep, la Comisión Nacional sobre la Desaparición de
Personas, cuando apenas había pedido el retiro de la Gendarmería y hacía poco
había caído la dictadura.
Desde entonces, contó ante
cuánto organismo nacional o internacional estuviese dispuesto a escucharlo,
ante sobrevivientes, familiares de desaparecides, ante jueces y querellantes, y
ante los mismos genocidas. Todas las veces, la misma verdad: las torturas, los
secuestros, las ejecuciones, los cuerpos calcinados para evitar que los
encontraran.
Su testimonio fue
fundamental para encontrar las fosas donde quemaban los cuerpos de las personas
secuestradas en el Arsenal Miguel de Azcuénaga, el centro de secuestro, tortura
y exterminio ubicado sobre la ruta 9, en Tucumán. Entre 1976 y 1977, estuvo en
el Arsenal en tres períodos diferentes. Se ocupaba de la custodia externa del
predio alambrado dentro del cual estaba el Galpón 9, donde mantenían a unas 60
o 70 personas secuestradas, hombres y mujeres, adultos, jóvenes y adolescentes.
Allí, vio cómo Antonio
Domingo Bussi, dos veces gobernador de Tucumán –una como gobernador designado
por la dictadura y otra, elegido por el voto de los tucumanos- ultimaba con un
tiro en la nuca a los prisioneros.
El jueves 27 de febrero,
Torres volvió a declarar en Tucumán esta vez, en la causa Tártalo, o, como se
la conoce, “Operativo Independencia II”. Es posible que ya no se acuerde de
cuántas veces lo contó, pero el relato sigue consistente: El grupo de gendarmes
venía cada 60 días a Tucumán, desde Campo de Mayo (donde prestaba funciones).
Los interrogadores rotaban cada 15 o 20 días, eran militares y policías que
iban también a Rosario, Mendoza o Córdoba. Los oficiales que estaban con Bussi
eran quienes realizaban las ejecuciones. Llegaban al Arsenal en grupos de 20 o
30. Los prisioneros se arrodillaban en el borde de las fosas y los oficiales se
paraban detrás de ellos. Cada oficial ejecutaba a un prisionero, con un tiro en
la cabeza, desde atrás. Atados, con los ojos vendados, arrodillados, desde
atrás.
Los nombres de los
ejecutores también van saliendo en el relato de Torres: Barraza, Apestey,
Montes de Oca, Lafuente, Rivero, Palomo… Sobre aquellos que no figuran en
ningún registro que pruebe que estuvieron destinados en Tucumán, en esa época,
cabe la posibilidad de que sus papeles se hayan “perdido”, aseguró el ex
gendarme: La propia Gendarmería se encargaba de borrar los destinos cuando los
mandaban a Tucumán o a otros lugares donde hacían tareas que no podían
conocerse. Arrancaban las hojas para que no quedara registrado.
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