Por Tina Gardella y Angélica Zelaya //
En los juicios de lesa humanidad se despliegan valiosas formas de ser y estar en el mundo. Nos lo demuestran -audiencia tras audiencia- quienes brindan su testimonio en el décimo quinto Juicio Jefatura III que se está desarrollando en el Tribunal Oal Federal de Tucumán. No sólo se conoce la verdad, se construyen memorias y se practica justicia. También se derriban temores, derrapan algunos prejuicios y se re- conocen mandatos.
En el público hay cerca de 20 estudiantes de la Escuela de Agricultura de la UNT. Y en la audiencia del lunes 23 de octubre, son hombres quienes atestiguan por la mañana. Conmueve verlos quebrarse, haciendo un tremendo esfuerzo por no llorar… ¿No es que los hombres no lloran?
Hacia el final de su relato agrega que espera haya justicia por Enrique, destaca que era una persona muy atenta con su hogar y comparte una anécdota personal, para dar cuenta de que él cuidaba mucho de sus hermanos.
Después del cuarto intermedio de cinco minutos otorgado por el juez, Ramón continúa. Una vez cumplido el servicio militar, regresó a Río Seco y comenzó a trabajar en el Ingenio en tareas de albañilería a través de una empresa tercerizada. Un hecho en 1977 le llamó la atención: cuando hubo que hacer trabajos en un sótano/túnel que formaba parte de la Administración vieja, es decir la base militar, el encargado le dijo “vos no entres”. Por sus compañeros pudo saber que en las paredes de ese túnel había agujeros y manchas de sangre. En ese lugar, habría estado su hermano desaparecido.
José, el último en declarar de los hermanos Rodríguez, aporta más datos con relación al entramado del secuestro y desaparición de su hermano. El día anterior a su secuestro, el comisario le advierte a Enrique que no esté en su casa la noche del 16 de agosto, que lo iban a detener. Esa advertencia se explica porque los hermanos Rodríguez formaban parte de la cooperadora de la comisaría y seguramente al comisario ya le habían informado que debía dejar “zona liberada”. Enrique sostenía que no tenía de qué esconderse, que no se iba a ir.
Su desaparición fue demoledora para su madre, que peregrinó buscándolo por todas partes: a los gritos en la base militar del Ingenio La Providencia, presentado Hábeas Corpus y haciendo todos los trámites posibles. Pero sobre todo, haciendo presente la ausencia: la silla que ocupaba Enrique alrededor de la mesa siempre estaba vacía, nadie se podía sentar en ella. Su madre murió a los 62 años sin saber que su hijo figura en la lista aportada por el testigo Clemente con la sigla DF (Disposición Final). En los testimonios de Mario, Ramón y José se refleja la búsqueda incesante de una familia que hasta el día de hoy quiere saber qué pasó con Enrique Osvaldo Rodríguez.
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