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Silencio de cuatro décadas

Por Exequiel Arias para El Diario del Juicio
Ph Elena Nicolay
Existen historias que exceden los espacios donde se hacen eco. Historias que modifican al oyente, lo trasladan a otro lugar, lo sacuden y lo devuelven más sensible y más consciente. Historias que, ante la oscura inminencia de ser sepultadas en el olvido, una vez recuperadas ganan fuerza y le dan sentido a esto que llamamos “construcción colectiva de la memoria”. Esas historias y los sujetos que las encarnan tienen la capacidad de sobrecoger a una sala completa y aturdir al cruel sepulturero que en otra época ostentó el poder de silenciarlas. La historia que recuperamos hoy es la de una mujer de 57 años, quien denunció por primera vez en un juicio de lesa humanidad los tormentos sufridos hacia el año ’75. La víctima -cuya identidad se preserva por pedido de su equipo de acompañamiento psicológico- dio testimonio el jueves pasado en el TOF y contó su historia, casi 42 años después.
Para ella, el circuito del terror inició en noviembre de 1975. Relató que se encontraba durmiendo con su marido en casa de sus suegros, cuando por la noche llegó un grupo de hombres que violentó a la familia. “Patearon puertas y atropellaron todo”, relató la víctima, y denunció que fue sacada violentamente de la habitación. También recordó que su marido les suplicó que tengan cuidado con ella, pues se encontraba embarazada de cinco meses. El resultado a esa súplica fue una violenta golpiza hacia el hombre por parte de los sujetos “vestidos de verde”, según mencionó la testigo.
El recorrido realizado por la víctima se distribuyó en distintos rincones de la provincia. En primera instancia, la llevaron a la base militar que estaba instalada en el ingenio Santa Lucía. Allí, con los ojos vendados, escuchó voces y gemidos de otros detenidos. Una de esas voces atacó a los secuestradores: “¿Por qué la traen, pobrecita, está embarazada”. Este acto, que pudo haber sido visto como un gesto heroico o como un simple destello de sentido común, fue interpretado como una afrenta que le valió una violenta represalia a quien lo realizó. En aquella base militar estuvo sólo un día, luego fue trasladada.
En el segundo lugar -al que se refirió como “el lugar de la muerte”- fue donde se inició el calvario. Debido a las condiciones insalubres en las que se encontraba, se le endurecía mucho la panza y tenía contracciones casi todo el tiempo. “Me sacaban de noche y me ponían la picana en el vientre. Me la bajaban para la vagina, yo gritaba. La misma corriente parece que me desmayaba y después me sacaban de ahí”, contó. En una oportunidad, cuando la llevaron al baño, uno de los oficiales la obligó a mirarlo a la cara. En aquellas circunstancias, un hecho tan cotidiano como mirar a otra persona podía significar el fin. La muerte ya estaba instalada en todo el perímetro, ella misma escuchó de cerca la ejecución de un vecino de Santa Lucía, “Gatica”, a quien identificó por la voz. Para ella, reconocer a uno de sus captores era la sentencia de muerte. Todo esto se le cruzó por la cabeza en aquel cuarto de baño mientras miraba en silencio al hombre de uniforme azul, narigón y de pelo lacio que le devolvía la mirada. “Yo temblaba de miedo, lloraba y esperaba la muerte”, dijo. En ese lugar estuvo un tiempo considerable: en diciembre del 75 escuchó a sus captores festejar la Navidad y Año Nuevo.
Una noche, la trasladaron a otro sitio. “Agradecé que te sacamos de acá, porque los que quedan aquí van a morir todos”, le habían dicho. Según testimonios que escuchó, este tercer lugar era la Jefatura de Policía. Allí empezaron las contracciones y los dolores de parto, fue entonces cuando la trasladaron al penal de Villa Urquiza, alrededor de febrero del ‘76. La víctima relató que en ninguno de los lugares donde estuvo secuestrada fue atendida por un médico para revisarla o chequear la evolución de su embarazo. En junio de ese año, un frío día de otoño, su hijo nació en el penal de Villa Urquiza. “Me permitieron tenerlo dos meses, después ya me lo sacaron porque me iban a enviar a Villa Devoto”.
Estuvo detenida en el penal de Villa Devoto -Ciudad Autónoma de Buenos Aires- por casi dos años hasta que le dieron la libertad en el año 1978. En ese lugar, el último del circuito, no le permitieron tener visitas. “Esto destruyó a mi familia”, sentenció, y agregó que su marido se mudó con su bebé a Buenos Aires y formó otra familia.
Unos dos años antes de éste histórico día, ella se reencontró con su hijo, quien hoy ya tiene 41 años.
La historia de la víctima, como tantas otras historias que se escucharon en el TOF, nos obliga a repensar el terrorismo de Estado que se desató con el Operativo Independencia en el año ‘75. Nos obliga a preguntarnos cuántas son las historias que quedan por escuchar y cuántas son las voces que aún no se pronunciaron contra las injusticias. Cuál fue el verdadero impacto del terror en la Argentina y de qué forma el Estado construyó -conscientemente y bajo un plan sistemático- centros clandestinos de detención, tortura y exterminio; además de otros mecanismos para sembrar el terror a lo largo del país. Cuántas son las familias, como las de la víctima, que resultaron destruidas irrevocablemente. Cuántos son los niños y niñas que nacieron en cautiverio. Son muchas las preguntas que, cuarenta años después, aún no encuentran respuestas.

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