Por Tina Gardella //
Mueve un pie. Talón en el piso y punta de pie arriba, abajo, arriba, abajo. A veces lento, otras, con apuro. Mueve la pierna; la izquierda. Es el pie, es la pierna, es el corazón de Mariana. Que habla como si nada. Con increíble capacidad para elegir -¿elegir?- que su pie y su pierna sean los destinatarios de tanta tensión. Atestigua por la desaparición de su padre, Lucho Sosa. Su pie y su pierna en movimiento parecieran otorgarle una calma imposible de pensar cuando se relata ausencias brutales e injustas. Era una niña que no había cumplido los 3 años pero la felicidad familiar que integraba junto a su madre y sus dos hermanos mayores, se esfumó el 21 de junio de 1977 cuando su padre fue secuestrado y luego muerto y desaparecido.
Pero ella habla de
la vida de su padre. Que era el mayor de 3 hermanos, muy compañero de su madre;
que trabajaba desde los 15 años y estudiaba por la noche. Su tío Pichón le
cuenta a Mariana que Lucho se quedaba en ocasiones toda la noche estudiando
porque había que trabajar de día. Relacionado con la Acción Católica y
militante de la Democracia Cristiana, los nombres de Arturo Ponsati, Gaspar
Risco Fernández o José Páez eran habituales en su casa. En la parroquia de
Fátima se casa con su madre, Elisa “Tati” Solís. Viajan becados a Chile y allí
se reciben de Sociólogo y Trabajadora Social respectivamente en la Universidad
Pontificia de Chile. Vuelven a Tucumán en 1973.
Lucho trabajaba en
la Universidad Nacional de Tucumán a la que había accedido por concurso en
1962. Renuncia días antes de su secuestro porque habían comenzado con éxito un
emprendimiento de ropa deportiva en la casa familiar. De esa misma casa en la
Av. Juan B. Justo 1.239, sale al mediodía de ese lunes 21 de junio para hacer
un trámite en su auto y regresar para el almuerzo. Pero no regresó. La felicidad del encuentro
dominguero y festivo del día anterior por el Día del Padre, se fue escurriendo
como arena entre los dedos. Mariana atesora una fotografía donde en escena
feliz están ese domingo sus abuelos maternos, tía, primos y sus queridos
hermanos Rodrigo y Javier. La búsqueda que movilizó su madre ante las
autoridades militares de provincia y nación, la OEA, presentación de Hábeas
Corpus entre otras, sólo tuvo como resultado la entrega del auto –era un Ford
Falcon gris- pintado de turquesa. E inservible.
De Lucho sólo se
sabe que estuvo en Jefatura donde un amigo de la infancia que también estaba
allí lo reconoce por su voz cuando en la tortura suplicaba por sus hijos y en
la lista aportada por el testigo Clemente donde figura con la sigla DF del
eufemismo Disposición Final.
Y aunque el pie y la pierna izquierda se siguen moviendo, Mariana suena serena y convincente al sincerar su estado: está contenta; contenta y agradecida de declarar, de dar su testimonio, de poder compartir su historia, de saber encontrar memoria, verdad y justicia en el acto de atestiguar. Que estructurar su relato en estos tres ejes, le permite pensar en una memoria de afectos y familia, de una verdad de restitución de legados e identidades y de una justicia que sostenga el nunca más contra el desamparo de la no justicia.
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