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Entrevista a Carlos Soldati, sobreviviente, querellante en la Megacausa

  • por Martín Dzienczarski para el Diario del Juicio

foto tomada del sitio web de La Gaceta/AntonioFerroni

“La muerte en vida”
“Yo estuve muerto 11 días”. Ésta es la sentencia que –intranquilo- arrojó Carlos Soldati. El responsable de esa muerte caduca fue el Estado.  Para el año 1976 Soldati era estudiante de la Licenciatura en Filosofía en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNT. Como vivía en Manuela Pedraza, una localidad ubicada cuatro kilómetros al norte de Simoca, durante la semana se quedaba en la casa de una tía que vivía en la calle San Lorenzo para ahorrarse los viajes diarios desde el sur de la provincia a la Facultad.
Siete eran los hermanos de la familia Soldati: Rosario del Valle, Luis Alberto, Aldo, María Cristina, Berta María, Arturo y Carlos. Tres de ellos fueron secuestrados durante la última dictadura cívico-militar, y solamente Carlos fue liberado. Berta María y Luis Alberto permanecen desaparecidos.

¿A dónde van los desaparecidos?
El 28 de Septiembre de 1976, alrededor de las dos de la mañana, al menos cinco civiles armados irrumpen en la casa de la familia Soldati, en Manuela Pedraza. Al sentir los golpes en la puerta, la madre de Carlos preguntó quién era: -La policía, ¡abra!- respondieron. Tras recorrer la casa, preguntaron por “Soldati, el que estudia”.
“Yo me encontraba en el altillo de la casa, que era mi habitación. Cuando suben las escaleras encienden la luz. A los gritos, preguntaban por mi nombre. Desde abajo preguntaban quién era el que estaba arriba, y los policías que subieron respondieron que era yo: -Ése es- gritaban desde abajo. Yo estaba aterrado y empecé a gritar: -debe ser un error, no puede ser, no, no-. Entonces el tipo que comandaba el grupo, un hombre mayor que los otros, con el rostro descubierto me pone la pistola en la cabeza y dice: -cállate que si no te mato-”.

A partir de allí le dieron tiempo a que se pusiera un pantalón y lo bajaron a rastras. Al bajar ve a sus padres contra la pared del living. “La verdad es que nunca pensé en verlos de ese modo”, agregó. Afuera esperaba un auto de la policía y un furgón. Soldati es subido al segundo vehículo, donde se encontraba otro muchacho, Pedro Pablo Rodríguez, secuestrado unos minutos antes en Simoca. Él permanece desaparecido.

“Me acuerdo la conversación entre los secuestradores. Antes de que se ponga en marcha el vehículo uno de ellos le dijo a otro: -yo no sé si este es zurdo-, y me tocaban a mí. -Pero de este estoy seguro-, y lo golpeaban a Rodríguez. Apenas empieza la marcha preguntan por el domicilio de mi hermano, Luis Alberto. Les digo que la verdad que no sé, porque estaba en una pensión. El que me preguntaba me retruca que hace dos años que no veía a su hermano, pero que sabía a dónde vivía. -Ya te vamos a hacer declarar. Si están en la joda tienen algo que ver, van a ir a parar muy lejos y no se va a saber de ustedes-. Yo pensaba que nos iban a acribillar en una cuneta pasando el río Valderrama”.
Al poco tiempo, Soldati es llevado a un CCD junto con otras tres personas secuestradas y arrojado en un calabozo. Le dieron una manta para usar como colchón. Era el ex Ingenio Nueva Baviera, en Famaillá. Le cambian la capucha por una venda elástica. “Ahí un guarda me pregunta si me trajeron desde mi casa, si estaban mis padres y me dijo que me conocía. -¿Seguís de novio con la misma chica de Simoca?- me preguntó. Cuando le contesto siento un estruendo, él me dijo que me quede tranquilo que –salen a buscar más gente-”.

“De pronto, con las primeras luces del día empiezan los interrogatorios en una sala contigua. Rodríguez, el muchacho que estaba en el furgón cuando me secuestran, fue interrogado primero. Era un muchacho que vendía ropa en Simoca, y me acuerdo que le cuestionaban que él no le haya ofrecido mercadería para venderle a la persona que se interrogaba. Preguntaban si alguno había estado en  “la joda”, y se dedicaban a golpear”.
“Lo único que preguntaban era si habíamos ido o no a una reunión. Entonces la presencia o no en un lugar era la delgada línea que separaba la vida de la muerte. Y por ahí nombraban gente que había estado en esa reunión. -Fulano, mengano y Soldati-… y el muchacho no decía nada. Eso era como una tranquilidad”.

“Cuando terminan con él, era el turno de torturarme a mí. Me golpean, me dan trompadas en el pecho, en la cara, y me preguntaban por el domicilio de mi hermano. Habrán sido las 9 de la mañana. Amenazaron con fusilarme. Después me vuelven a llevar a la sala donde estábamos con los demás detenidos. Desde el piso podía ver por debajo de la venda y recuerdo haber visto mucha gente tirada en el piso, vendada y maniatada. Y seguían con la tortura. Las preguntas, los golpes, los gritos. En el ínterin entre los ruidos de golpes, los gritos de dolor y los gritos de los torturadores… yo recuerdo el silencio. Así pasa todo el día, sin saber que iban a hacer con uno”.

Esa misma noche, Soldati es trasladado en un camión a San Miguel de Tucumán. Pasaría al CCD de Jefatura de Policía. Al ingresar el camión al edificio en Sarmiento y Salta, por una maniobra brusca, Soldati va a parar directamente al suelo. “Yo estaba vendado y con las manos hacia atrás. En ese momento me doy cuenta de que las cosas iban a ser mucho peores”. Le aseguraron la venda y le asignaron un número: a partir de allí sería el 102.
“Me arrojaron en un calabozo muy pequeño, y más tarde me trajeron un plato de comida. Era un guiso pegoteado, de esos que hundías el tenedor y podías levantar todo el plato. Lo devoré. A esa altura sentía hambre. Me vuelven a atar las manos y cierran. Al rato vuelven a abrir y me preguntaron por mi nombre de guerra, yo no sabía nada de lo que me preguntaban y me dieron una patada. Al día siguiente, empecé a ver la claridad por los bordes de la venda. Recuerdo el repique de las campanas. Era de la iglesia del Corazón de María, que está en la Santiago a esa altura. Me acuerdo el bochinche de los aviones, pero tengo marcado el recuerdo del ruido de la gente en la calle”.

“Por el borde de la venda vi una doble fila de calabozos y gente tirada en el suelo, muy golpeada, que no se podía alimentar por sí sola de la golpiza que tenían. Pasaban una botella a través de una puerta pequeña para que uno tome agua. Esa noche me sacaron y me llevaron a otro sector. Me golpearon la espalda con brutalidad. Me levantaron y me dieron otro golpe, como con una cachiporra. Me muelen la espalda. Luego me colocan cables en las sienes, pegados con cinta adhesiva y me empiezan a dar golpes de corriente. Me acuerdo el estremecimiento de sentir la electricidad. Era la segunda noche en cautiverio. Mientras, a los gritos me preguntaban por el domicilio de mi hermano Luis Alberto”.

Soldati baja la mirada. Contó que cuando lo torturaban con electricidad recordaba la rigidez de los músculos, que le impedía gritar, que lo ahogaba. La sensación, pese a que estaba vendado, era que tenía un reflector frente a sus ojos. En las sesiones de tortura le preguntaron por los dirigentes de la Facultad. Preguntas a los gritos, golpes de corrientes y gritos, y así sucesivamente.
“Habrán pasado cuarenta minutos, o una hora. Yo sentía el cuerpo molido. Me sacan y me arrojan a otra habitación. Luego vuelvo al calabozo, y ahí paso el resto de mis nueve días en Jefatura. Once días de cautiverio en total. Gritos, torturas, puertas que se abren”.
“Una noche iban calabozo por calabozo preguntando por nuestros nombres en ese mundo: los números. Abren el mío, contesto que era el 102 y lo vuelven a cerrar. Estaban sacando gente, y la gente que sacaban nunca regresó”.

Soldati estuvo en la parte de la construcción que luego fue demolida, sobre calle Santa Fe, de lo que ahora es la Secretaría de Educación. Describió las dimensiones de los calabozos. Y lo que le provocaba escuchar los sonidos de la calle por un ventiluz angosto y alargado. “A uno le llegaban las voces de la gente que pasaba caminando por la vereda. Se escuchaban las voces de chicos y de la gente que caminaba para seguir su rutina. Una vez, es increíble, una señora le pregunta al guardia que estaba en la entrada de vehículos por la calle Santiago, y él le respondió con tranquilidad. Era algo increíble porque ahí estaba la vida, tan cerca, pero nosotros sin embargo estábamos del otro lado, sin saber qué iba a ocurrir. Uno piensa y no descarta ninguna posibilidad, no sabía qué iban a hacer con uno. Vivía con la mayor incertidumbre, y así sucedían los días. Me preguntaba cómo será esto, de hundirse en la nada. Pensar en la propia muerte, y cómo les cabrá a mis padres, a mis amigos, a mis hermanos… pero uno siempre se aferraba a una esperanza descabellada de que podía ser liberado, uno soñaba con ese día”.

“Una noche me sacaron de ahí, me llevaron al baño, me sacan la venda y me dicen que me lave la cara. Me llevan a otro sector y me dicen que me iban a liberar. Que trate de entender, que eso era una guerra, y me preguntan si yo sabía donde había estado. Me dijeron que había estado en el sótano de la iglesia. -Te vamos a liberar pero mucho ojo a los comentarios, porque te vamos a estar vigilando. Si hablas te mandamos al hoyo-”
“Me subieron a una camioneta rastrojera. Me preguntaron dónde quería que me dejaran [lujo que pocos tuvieron]. Les expliqué que tenía una hermana que vivía cerca de allí, en la avenida Belgrano al 2100. Me llevaron en la parte  de delante de la camioneta, agachado y en medio de dos personas. Cuando me bajan me dicen que no me dé la vuelta, y que queme la camisa del ejército que me habían dado para que me abrigara esos días. En esa época no había celular ni teléfono en todas las casas para llamar al campo así que esperamos a que amaneciera para poder ir a mi casa en el campo, en un auto. Me abracé con mis padres… 11 días sin ellos… Era la sorpresa de todos.”

Para octubre de 1976, fecha en que Carlos fue liberado, la familia Soldati ya había sufrido la pérdida de Berta María, una de las tres hijas de la familia. Ella era colaboradora social y militante de la juventud peronista. Trabajaba en el bario El Palomar en La Banda del Río Salí. La secuestraron el 6 de julio de 1976 de San Juan al 800, a las 10.30, en un Renault azul. Ella era secretaria del Instituto Jean Piaget. Supimos de ella por un testimonio de Juan Martín (testigo en el juicio) que dijo que en agosto de ese año la vio en la Jefatura.

Luis Alberto, el hermano de Carlos por quien preguntaban, había vivido un año y medio en Chile junto con Aldo, el tercer varón de la familia. Como extrañaba mucho a la familia y le tocaba la colimba, decidió volver en Noviembre de 1977. “Equivocadamente pensamos que tenía que volver para cumplir con el servicio militar. No se sentía que había hecho nada tremendo, sólo había estado en la Unión de Estudiantes Secundarios entre el ´73 y el ´74. Empezó la colimba en marzo del ´78. Desapareció el 18 de mayo, a dos meses de haber ingresado. Las autoridades de Arsenales dicen que salió con franco y no volvió, considerándolo desertor. No hay otra explicación para lo que sucedió que pensar que fue secuestrado en la propia compañía, o que al salir lo hayan secuestrado en comunicación con las autoridades de arsenales”, recuerda Carlos. “Eso es lo que nos tocó vivir. Esa cosa es una tragedia sin fin ni consuelo pese al tiempo transcurrido”.

“La reconciliación no funciona en delitos y aberraciones atroces”
Soldati recuerda minuciosamente su secuestro. Está sentado de costado sobre la silla en un bar céntrico, apoyando su espalda sobre el vidrio que da a la calle 25 de Mayo. Mira alternativamente hacia el frío de la calle y hacia un cuadro a mis espaldas. No mantiene la mirada. Enlaza sus manos, luego cruza sus brazos o apoya el mentón entre el dedo índice y el pulgar de su mano. Repite esta operación durante casi toda la charla. Es una de las siestas más frías del año. No se ha quitado su saco ni su bufanda. Sucede que estamos paralelos a la puerta del bar, que nunca termina de cerrarse por completo, situación que obliga a la moza –amotinada contra el frío y también de bufanda- a darle un empujón de tanto en tanto. Como en la canción de Rubén Blades, Soldati habla con la emoción apretando por dentro.

¿Cuáles son sus expectativas en el Juicio?
   -A lo largo de los años (desde el comienzo) busqué la verdad, saber qué es lo que ha pasado, donde estuvieron mis hermanos… lo que podía haber sido una simple averiguación, a la luz de todo el tiempo que ha trascurrido, se ha convertido en la búsqueda de la locación de sus restos y el castigo a los responsables. Tiene que ver con la justicia a los propios desaparecidos, y con la dignidad de ellos. No desaparecieron cosas, sino personas. La condena a estos hechos tenebrosos y a sus responsables es devolverle una dignidad humana a los desaparecidos. Pensar que según (Ramón) Camps ni siquiera eran personas. El juicio serviría como una advertencia, para que nunca más algo así vuelva a repetirse, para que se note que la impunidad no es eterna.

¿Puede un fallo reparar todo lo vivido?
   -La justicia seria un modo civilizado de reparar estos daños dentro de los límites humanos, porque el daño es tan grande que es irreparable, la vida no vuelve. Y sería un modo de restablecer un equilibrio con todo lo que significó esta represión atroz, esta total desmesura. Esto de la vivencia del tiempo también es curioso, porque es como si se alojaran en un pasado muy distante, pero a la vez gracias a la prensa hoy se torna presente. Estos hechos adquieren a veces una fuerza como si hubieran ocurrido hace semanas apenas, como si no hubiera transcurrido el tiempo que pasó.

¿La búsqueda de la verdad va más allá de conocer con precisión lo que vivieron las víctimas?
   -La verdad, se me ocurre, tiene que ver con contar quienes eran los desaparecidos, lo que hacían, rescatar quizás la militancia, su tranquilidad, su rutina, su compromiso, sus ideas, su personalidad.

¿Qué conserva de sus hermanos?
   -[Realiza un respiro] Luis Alberto tenía 20 años. Guardo sus sueños, no sé… Además de estar en la UES, como conté, él había creado una biblioteca en la casa de mi abuela, a 5 km de Manuela Pedraza, en pleno campo, y daba charlas, enseñaba a leer y a escribir a la gente. Escribía poemas. Desde los 14 hasta los 20 años escribió como 160 poemas, que ahora para julio queremos editar, si tenemos un poco de suerte. Ese sería un homenaje a Luis Alberto. Es una deuda que teníamos con él.
Berta María, por otro lado, tenía 27. Era maestra. Eran muy jóvenes… yo guardo su generosidad, su desprendimiento, su compromiso.

¿Cómo se sintió al poder sentarse frente a un tribunal tras 37 años? (declaró en el juicio a finales de febrero de 2013)
   -Fue de mucho nerviosismo. Cada palabra pesa, a pesar de que uno solamente tenga que describir lo vivido. Lo complicado es volver a vivir todo lo que pasó. Pienso que hay que intentar decir todo, hasta los pequeños detalles. Yo creo que contar los detalles es importante porque ahí se esconden las marcas de la vida, y decir todo esto frente a la mirada de jueces, abogados y frente a muchos de los responsables no es sencillo. Fue un alivio haber podido superar los sentimientos y no ahogarse en lágrimas. Cuando terminé de declarar me dolía todo el cuerpo.

¿Miró a los imputados? ¿Cómo se sintió teniéndolos tan cerca?
   -La verdad es que los miré en las pausas, entre pedidos de abogados. No quería distraerme de lo que estaba contando. Cuando los vi me sorprendió verlos tan avejentados, a uno le impacta también la indiferencia con la que escuchan los relatos, su expresión de desinterés. Como si se tratara de simples procedimientos, y son hechos terribles con tanta carga de sufrimiento humano.  Parecen no advertir el daño espantoso, no percatarse de la gravedad de lo que hicieron. Quizás los años de cárcel servirían para que reflexionen. Aunque sea un poco inocente, quizás.

¿No le pareció contradictorio encontrar una cruz católica sobre la ubicación del Tribunal, siendo que jerarcas de la iglesia justificaban las desapariciones, y el mismo Jorge Videla dijo que mataban en nombre de Dios?
   -En un primer momento… Bueno, plantea una contradicción… Sobre todo cuando uno de los imputados es el cura (José) Mijalchyk. Sí es algo contradictorio. A lo mejor amenaza la legitimidad del proceso.  Lo de Mijalchyk me impactó por partida doble, porque yo estuve un año en el seminario mayor y él era mi profesor de latín (en el año1969). De pronto, al ir a declarar lo encuentro haciendo ostentación de su vestimenta como sacerdote. Sí, el símbolo del cristianismo está mal ubicado. Lo que ocurre es que es más difícil, porque es cierto que algunos religiosos también defendieron los derechos humanos, como Carlos Angelelli, los curas villeros y gente que aún hoy milita en barrios carenciados, pero bueno, entiendo la pregunta.

¿Continuó estudiando en Filosofía y Letras al recuperar la libertad?
   -Rendí algunas materias pero no terminé. Me quedaron dos por rendir, además del trabajo final.

¿Cómo era el ambiente en Filosofía y Letras tras el golpe?
   -Había que cuidarse de lo que uno decía. Yo volví a cursar en el ´77, después de mi secuestro. El miedo era evidente. Había que cuidarse de lo que uno podía decir. Por supuesto que ya no existían las asambleas estudiantiles ni ninguna actividad política. Después algunos años recién nos enteramos que enfrente funcionaba un centro clandestino de detención (Escuela de Educación Física). Y bueno, también, que algo reservado a la educación haya sido utilizado para la tortura es algo totalmente aberrante.

¿Las coberturas en los diferentes medios lograron que avance la divulgación de las aberraciones cometidas durante la dictadura?
   -La repercusión de los juicios ha logrado que se avance mucho, por la repercusión de los casos, por la pérdida del miedo y de personas que ahora van incorporando relatos y testimonios porque ahora sienten tranquilidad para decir lo que vieron, o lo que les tocó vivir en carne propia. Pero todavía queda mucho, porque hay gente que sigue con eso muy guardado. Y otros conservan la explicación que los militares dieron a conocer, que todo fue una guerra, que siempre hubo enfrentamiento, que grupos armados y demás… además, resultó algo desproporcionado en cantidad de víctimas, si nos ponemos a pensarlo de esa forma. Si ellos consideraban a alguien una amenaza para lo que ellos denominaban “el orden”, simplemente con encerrarlo era suficiente, no era en absoluto necesario el horror y el ensañamiento para la proliferación del terror. Yo creo que toda muerte de una persona es lamentable, cualquiera sea el ser humano.
Sin embargo, el proceso de revertir la desinformación es más lento de lo que uno quisiera, toma en cuenta que hasta hace no mucho a Bussi se le llamaba ex gobernador y no genocida.

Por suerte hay mejores periodistas que medios…
   -Sin lugar a dudas. Por ejemplo esta chica, la periodista de La Gaceta Gabriela Baigorrí que me entrevistó antes de que empiece el juicio y puso todo lo que uno hubiera deseado ver escrito en el diario. Cuando nos tocó declarar por mis hermanos en el juicio al día siguiente en el diario apareció titulado “El calvario de la familia Soldati enmudeció la sala”, y es como si uno mismo hubiera titulado. Todo tipo de medio sirve como archivo de la historia.

¿Qué piensa que puede suceder de aquí a 50 años, cuando casi todos los sobrevivientes hayan fallecido? Me refiero a qué pasará cuando los rostros vivos de los testimonios ya no estén.
La magnitud de la tragedia dificulta la reflexión. ¿Cómo seguir pensando esto cuando nosotros no estemos? Teníamos una utopía y la represión nos cayó encima con todo el delirio. Nadie mereció estar secuestrado y desaparecido. Levantaban gente indefensa e interrogaban a personas maniatadas. Tener una utopía de país sirvió de excusa para que ellos barrieran con el pensamiento que les disgustaba, o que no les agradaba. En 50 años serán los escritos, las grabaciones y los videos los que sirvan de registro para conservar las caras que ponen vida a los testimonios. Sin embargo creo que esta es una herida que no cerrará nunca, la reconciliación sirve para ofensas menores, y aún así se exige arrepentimiento y perdón. No funciona en delitos y aberraciones atroces. La reconciliación es imposible. Hay cosas que no tienen retorno. La condena se asemeja a una reparación, pero la vida perdida no se recupera. La vida perdida para los que sobrevivimos a las torturas, a las violaciones, tampoco.



                                                           ¿Y cuándo vuelve el desaparecido?
Cada vez que lo trae el pensamiento.

“Desaparecidos”, Rubén Blades

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
son 7 los hermanos soldati, falta uno, Arturo.
Saludos.
Muchas gracias por la aclaración, ya se agregó a Arturo y se corrigió el error.
Saludos
El equipo del Diario del Juicio
Lito Rodriguez ha dicho que…
Por favor, acerquen a Carlos un fuertes abrazo, mi afecto e inolvidables recuerdos de Luis Alberto y Berta.
Desde Córdoba, tu amigo y compañero de facultad: "Lito" Rodríguez

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