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Sanación, reparación, restauración


Fotografía Josefina Molina. Pozo de Vargas

Por Tina Gardella
A las 10.05 de la mañana del jueves 04 de marzo entra a la Sala de Audiencias Ana María Muñoz. Lo viene haciendo desde el primer juicio. Pero esta vez se encamina hacia el lugar de los testigos. Es hija de Osbaldo Muñoz, secuestrado y desaparecido en mayo del 76. Su caso, junto al del ex senador Dardo Molina son los únicos dos que se ventilan en juicio oral y público por primera vez. De oficio sastre, la figura de un hombre de 45 años, alto, delgado, de bigotes, es recordada por su hija como ese padre que fue sacado violentamente de la cama por cerca de 20 personas vestidas de civil que al grito de “Ejército Argentino” obligaron a apagar la luz, se robaron radio, reloj, las cosas de la heladera y partieron raudamente. La familia –compuesta por Osbaldo, la mamá Nilda y los 3 hermanos-, vivía en el emblemático Barrio Victoria y alquilaba piezas. Una de ellas estaba ocupada por una pareja que vivía con sus 2 niños. Con el tiempo pudo saber que se trataba de Abel Herrera y Georgina Simerman, desaparecidos en Tucumán; en un Juicio, conoció a uno de esos hijos que brindó testimonio. Los restos de Osbaldo Muñoz fueron encontrados en el Pozo de Vargas en 2016. Por eso Ana María finalizó su testimonio con la foto del padre que llevaron y la del padre que le entregaron.

También atestiguó por el caso María Cecilia Muñoz. Como hermana mayor tuvo que hacerse cargo de la familia mientras su madre buscaba a su padre y sus hermanos menores acusaban recibo de lo sucedido. Aportó más detalles sobre el trabajo de sastre de su padre –heredado de su abuelo- y sobre los secuestros y detenciones que también se realizaron en otras familias del barrio como Mercado, Vega y Palavecino. Su madre siempre reconoció al “Tuerto” Albornoz como quien anduvo esa mañana del secuestro preguntando por el sastre para encargarle un trabajo y relacionando ese hecho con la negativa de la Comisaría a tomarle la denuncia.

Oscar Orlando Palavecino fue el tercer testimoniante. Con su voz y sus gestos trajo el interior jornalero del azúcar. Trajo las realidades sociales, políticas y económicas de la zona (“vivía en Caspichango, en Frías Silva, hachaba caña”); trajo las relaciones con sus creencias (“me secuestran el 16 de agosto día de San Roque”); trajo el terror ensañado de los CCD (“no se cansaban de torturarnos en la chimenea mota de Caspichango y en el Arsenal, hasta que nos liberan desnudos en Tapia después de 4 meses”); trajo nombres (“me llevan junto a Ramón “serrucho”  Castellanos, en Arsenales estaban Rocha, Moyano, Quinteros y Rosario “la ñata” Monasterio que servía la comida”); trajo el dato revelador (“en el Arsenal estaba a la par de mi lugar, un señor que era sastre, que temblaba cuando se acercaban a llevarnos por la monstruosidad de las torturas que nos daban”).

Patricia Matilde Macor fue la siguiente testimoniante. Su hermana Susana y su esposo Leandro “Parche” Díaz fueron secuestrados el 27 de mayo de 1976 de su domicilio en Rivadavia al 600. Susana estudiaba en la Facultad de Agronomía. Tenían un hijo de 1 año que luego Patricia adoptó y se constituyó en su hijo mayor. Junto a Leandro desapareció también su hermano José Américo. Testimonios aseguran haberlos visto en la Jefatura de Policía y luego en la Escuelita de Famaillá. El relato de Patricia es el relato de muchas familias víctimas del secuestro, desaparición y muerte de un ser querido. Su testimonio fue un claro ejemplo del proceso paralelo que sufrieron desde el no saber y no querer saber como mecanismo de defensa hasta conocer fehacientemente que se trató de un verdadero plan orquestado de aniquilamiento y exterminio; y junto a ello el paso de considerarse responsables de lo sucedido a reconocerse como también víctimas de ese plan. Al erigirse como representante de una familia victoriosa en tanto no aceptan la desaparición ni el olvido, emocionó a la sala al hablar de sus miedos y temores en la adopción de su hijo, del milagro de tenerlo y no ser un nieto al que se busca,  de constituir una familia unida en el dolor y por encima de la perversidad del carácter de desaparecida de su hermana Susana. Apeló a la importancia del obrar con conciencia, del mínimo arrepentimiento que espera de los acusados y de poder por fin, encontrar los restos de sus familiares queridos.

José Almerico desapareció un 10 de abril de 1976. Su hijo José Antonio Almerico tenía 9 años. Es el último testigo de la audiencia. Relata que su padre era camionero de la zafra y repartidor de gaseosas. Lo secuestran un sábado de mucho movimiento: había bingo en el Club Central Norte. Vivían en Marcos Paz al 1.900 y a las 14.30 un grupo de hombres vestidos de verde irrumpió a la casa y se llevó a su padre. La escena de violencia contra su madre, su abuela y su pequeña hermana de 1 año es recordada nítidamente en tanto niño que miraba lo que sucedía y niñita que lloraba, los golpes y amenazas con armas no es algo esperado recibir precisamente  por parte de los adultos. A eso se le sumó el incendio intencional del camión de su padre que estaba estacionado frente la casa. La vida fue dura para la familia. Su madre tuvo que salir a trabajar y él con sus 9 años a buscar por calles algún cacharro que se pudiera vender como chatarra. Las amenazas a la familia fueron continuas en el afán de evitar denuncias y declaraciones. Y el terror trajo consecuencias dolorosas en las relaciones: compañeros de la escuela que lo evitaban, amigos que no estaban en la casa cuando los iba a buscar. Al finalizar, expresó su gratitud por poder expresar lo que sentía: “Es un momento muy esperado por mí…porque siempre pensé, qué maldad podía hacer con mis 9 años para que me pegaran y apuntaran con el arma?”

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